Hay un dicho que reza que cualquier momento es perfecto para tomarse una buena cerveza. El placer burbujeante para muchos no tiene parangón. Somos un país cervecero, y lo sabemos. Que se sepa qué y cómo se bebe, eso ya es otra cuestión. La cerveza acompaña el ritual findesemanero del aperitivo y la polivalencia de un afterwork entre semana. Birra en mano, la vida es más fácil. Pero las hazañas de la cerveza no acaban ahí. También sirve (esto no es nuevo, lo sé) para acompañar una comida de una manera gastronómica. La excusa de esta combinación ha llevado al chef Nacho Manzano a aliarse con la marca de cervezas Alhambra y crear un menú ad hoc para tres de sus variedades: Alhambra Especial, Alhambra Reserva 1925 y Alhambra Reserva Roja.
Pese al Brexit y el bajón en la venta de libros, 2016 fue un año provechoso para Manzano. Ibérica Food and Culture, cadena que asesora el asturiano, abrió en abril del año pasado con una fiesta gastronómica a cuatro manos con Ángel León, su séptimo restaurante en Reino Unido, en junio presentaba su libro Casa Marcial. La cocina de Nacho Manzano y su restaurante de Arriondas se estrenó en el listado de la máxima calificación de la Guía Repsol. Un año fulgurante (y los que vendrán) para el chef de una modesta aldea de menos de 100 habitantes que ha despuntado en el elenco de la cocina española.
Puede que muchos se asomen a la cocina de Manzano con la curiosidad de la vanguardia. Nada que ver. La suya es una cocina de las que, lejos de romper la tradición, se hunden en la raíz de la cocina española y perfeccionan recetas clásicas con excelentes resultados. La suya es una cocina intuitiva, basada en el respeto por el producto autóctono y por el recetario de su entorno. Como el chef, se pegaron también un viaje hasta Barcelona muchos de los ingredientes que acompañan a Manzano desde que era un niño y correteaba entre las cazuelas de la casa de comidas que regentaban sus padres en un «terroir» entre el Cantábrico y el Sella. La Cuina de la Boqueria acogió esta cena pop-up para un grupo de 48 afortunados comensales. Secretismo, discreción y exclusividad mediante (si no, no tendría sentido la adjetivación de cena clandestina), ahí estaban dos bocados de ultramar: sus amados oricios en una holandesa acidulada y aromáticos sobre yogurt y un kataifi de centollo. Unos Nem de langostinos relamidos por una jugosa papada y refrescados con unas finas hierbas cerraban los aperitivos. Ya en la mesa, un divertimento herbáceo –una alcachofa rustida rendida sobre una emulsión de codium- y dos platos con la contundencia asturiana que era de esperar: los callos de bacalao (el nombre no ayudó a venderlos entre la comunidad foodie) con agua vegetal de pimientos, pil-pil y lentejas al comino y una soberbia terrina de jabalí “con sus destrozos”, los de la guarnición y sus higadillos que compactaban el asunto por el medio. De diez. Para los aperitivos la versión light de la cerveza Alhambra, su Especial, para el bacalao la Reserva 1925 y para el jabalí, la magistral Reserva Roja, un pedazo de birra estelar en la que todo es cuerpo, lúpulo y regusto caramelo. El brillo Michelin de los macarons de sus dos restaurantes (dos en Casa Marcial, uno en La Salgar) se puso de manifiesto en la parte láctica del conjunto –ahí estaba yo ya flotando entre vacas en alguna quesería asturiana-: Crema de yogur con espuma de guisante y albahaca, o cómo comerte una ubre herbácea y sublime.
La cena fue en La Cuina de la Boquería, en cuyo precioso hall de entrada se desnudaban los ingredientes ante el éxtasis de los recién llegados. «¿Oficios? ¿Qué es eso?», pregunta uno. «Son garotes, garoines», responde otro. Y aprender a saborear el mar cerveza en mano y sonrisa en boca. Qué de eso se trata.