Restaurantes

Los pensamientos de Iolanda Bustos viajan a Barcelona 

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Que las flores (algunas) se comen es comúnmente conocido. En el caso de quien escribe, el adoctrinamiento floral no viene por la instrucción gustativa de ningún chef, sino por mi madre. No era florista ni padecía una antolagnia incontrolable, pero cuando conversábamos en las laderas de Collserola los domingos acertaba a explicarme que las cabras (sí, las veíamos pastar de vez en cuando por allí) comían unas brillantes flores amarillas que crecían silvestres junto a la carretera. La flor de la retama la llamaba; “Mira, pruébala!”. Con manifiesto reparo infantil y precaución de limpiarla para no encontrar ningún amigo dentro, la chupeteaba  y me la comía. Era un sabor singular, herbáceo, claro. No era excitante, pero tampoco repulsivo ni extraño; un contraste más que añadir a la memoria gustativa. Iolanda Bustos tiene alguna anécdota similar en su niñez que la ha marcado.

Conocida como “la chef de las flores” (estos apodos de “chef de” cada vez me dan más tirria) Iolanda Bustos se ha hecho un hueco entre los denominados cocineros verdes, a esos que les preocupa ver el lado healthy de la gastronomía (Rodrigo de la Calle, Andoni Aduriz y Miguel Ángel de la Cruz). Las recolecta en el entorno de su hotel-restaurante, las manipula y dispone ampliamente en todos sus platos.  Flores, hierbas silvestres, frutos y bayas a las que acompañan en su imaginario una serie de propiedades curativas y gastronómicas. Amante y defensora como otros chefs que fueron pioneros (léase Xavier Pellicer) de la agricultura biodinámica, aplica la esencia de la disciplina a casi todo lo que hace en el restaurante.

Para dar a probar una muestra a quienes no han visitado aún La Caléndula antes de abrir la temporada, bajó su cocina floreada desde Regencós hasta la Diagonal de Barcelona en una cena ‘popup’ dentro del nuevo Woki Organic Market (la cadena, en su apuesta por todo lo eco ha incorporado una cafetería healthy y estas cenas con un trasfondo saludable y asequible; el menú costaba 25 euros) . Allí estaba su famoso cocktail de flores y la borraja crujiente sobre puré de raíces. Bustos asegura que entre plantas y raíces utiliza ciento cuarenta especies vegetales distintas en sus platos. Claro que no todo era vegetal. El peaje marino lo pagaba una brandada de bacalao delicadamente envuelta en una gelatina de miel milflores acostada en una tierra de almendras y aceitunas y, el cárnico, un confit de pato con pistachos, baba de higos chumbos (entre la sorpresa pegajosa y el desagrado visual, todo hay que decirlo) y flor de sauco. Las flores juegan un papel particularmente interesante y agradecido en los postres: la piña infusionada en hibiscos es una obra maestra. En un juego de palabras (o eso cree quien firma), el menú Viva la primavera,  recordaba el título del famoso álbum de Coldplay y acompañaba a lo colorista y vitalista propuesta que celebra la vida.  Para pensarse lo de subir a Regencós.


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