Hetta -que no jeta- significa calor en sueco. Y define el concepto culinario del recién estrenado restaurante de inspiración nórdica que ocupa el espacio que dejó el antiguo Celerí (una estrella Michelin en 2017). Con su antecesor comparte únicamente la primera partitura, la de los productos ecológicos, de Km (de Tribu Woki); una rabiosa cocina temporada. Pero, a partir de ahí, la música fluye y acaba lejos de la liga de la alta cocina que exloró el exchef de Can Fabes y Àbac.
Hetta: cocina creativa con nueve productos de temporada
El punto de salida es arriesgado: Cocina creativa con nueve productos de temporada que aspira a ser saludable, sostenible y deliciosa. El espárrago, el centollo, la ternera, el pato, el huevo… compiten en carta para ser, primero, escogidos y, después, cocinados por temperaturas. ¿Cómo se hace esto? Los nueve ingredientes están dibujados en ella, en una línea horizontal. A su izquierda, un termómetro pauta las temperaturas de elaboración. Arriba los calientes (al punto, hervidos, plancha, fritos, al horno o a la cazuela) y, abajo, los fríos (ahumados, marinados, sopleteados, marinados al instante o servidos crudos). El comensal se sienta, elige qué le gustaría comer y cómo quiere que se le cocine. A partir de ahí, empieza el showcooking de un equipo que trabaja siempre a la vista. El comensal es el rey.
Existe en Hetta un hilván nórdico con el que el sueco Olof Johansson sutura algunos platos: una notable presencia de ahumados, encurtidos, raíces, mostazas, eneldo, pino… Soberbio el trabajo de guiso y conceptualización de un ossobuco servido dentro del hueso con pepinos encurtidos –apuesta vikinga para comer con pinzas. Puro umami, el tataki de bonito con salsa tartara y raifort rallado – rábano picante de la familia de la mostaza.

La cocina es coral y la gestión del espacio también. Cocinar por temperaturas permite al equipo creativo desarrollar platos que están en las antípodas, jugar con un mismo producto dándole distintas caras. Hay tres chefs creativos: el sueco, Johansson, David Morera (ex Dos Palillos), y Alberto Sambinelli (italiano, ex Xemei y Bar Brutal). Cada uno con su filosofía bajo el brazo.
El férreo y bellísimo interiorismo que en su día firmó Turruella sigue intacto. Y, bien, porque es cómplice informal de una puesta en escena transparente. Desde las mesas y sillas altas pegadas a unos ventanales acristalados que separan y comunican límpidamente cocina y sala, el espacio es ideal para una cocina desnuda que, muchas veces, se remata en la mesa.
Mención aparte tienen los postres. Aquí, el comensal también puede montarse su película. Con la máximo común denominador de una tartaleta –receta importada de la pastelería familiar que Sambinelli tiene en Verona- se escogen el/los toppings. El postre marshmallow -que en su día fue topping– es una maravilla de nube sopleteada en la mesa que, también, juega con varias temperaturas: caliente en el exterior, con una fría pera en el interior. Se acaba con un twist de pino espolvoreado que acaba en la mesa y en nuestra nariz. Es la sexy explosión de una belleza nórdica, ahumada, que yo imagino perfecta en mi cabeza. Y entonces me recuerdo inevitablemente de los pinos de Huon y de Old Tjikko, aquel árbol que dicen que es el más viejo del mundo y que está en Dalarna, Suecia.